En defensa del pianista de crucero (o de la excelencia de lo invisible)

Hay frases que se pronuncian con ligereza y que, sin pretenderlo, dejan al descubierto cómo juzgamos el valor de las personas. Hace muchos años, en un programa de televisión español dedicado a la búsqueda de nuevos cantantes, un miembro del jurado sentenció a un joven músico diciéndole que, como mucho, sería un pianista de hotel; más tarde, con aparente condescendencia, lo “promovió” a pianista de crucero. El tiempo, que posee una pedagogía más precisa que cualquier tertulia televisiva, corrigió aquel juicio. El artista se consolidó y actualmente es una figura reconocida en el panorama musical español, hasta el punto de que aquel miembro del jurado acabó reconociendo públicamente su error.

Esta situación anecdótica merece ser recordada no como un ajuste de cuentas personales, sino porque pone de relieve un sesgo cognitivo más vinculado a la aplicación de ciertos presupuestos culturales que a un error individual. En la valoración de aquel miembro del jurado operaban dos ideas muy arraigadas en nuestra forma de entender el talento. La primera, que el talento auténtico debe manifestarse de manera inmediata y sin ambigüedades. La segunda, que existe un molde previo –una suerte de plantilla– de lo que consideramos talento legítimo. Esa plantilla está históricamente escrita en la figura del genio: singular, disruptivo, excepcional, casi milagroso. Al beber de esta tradición, aquel miembro del jurado proyectó dicho ideal sobre un talento emergente y, de este modo, lo que comenzó como un juicio de valor terminó convirtiéndose en un prejuicio.

El prejuicio de la grandeza visible

En el mundo occidental vivimos obsesionados con los nombres propios. Nuestra educación, la divulgación cultural y la conversación ilustrada están pobladas de genios. La historia se nos presenta como una sucesión de momentos estelares de la humanidad, episodios luminosos en los que parece que todo el progreso se concentra en unos pocos eventos liderados por algunas personas extraordinarias. Leemos sobre la edad de oro inglesa y desfilan nombres como William Shakespeare, John Milton o Isaac Newton; la edad de oro holandesa se encarna en Rembrandt van Rijn, Johannes Vermeer o Christiaan Huygens; incluso en Dinamarca evocan sus años dorados nombres como Søren Kierkegaard o Hans Christian Andersen. Cada disciplina parece avanzar a saltos, impulsada por individuos casi míticos. 

Este modo de narrar el progreso no se limita a las artes o a las ciencias. Incluso sin ir más lejos, en la facultad de Economía donde estudié, los distintos modelos económicos se explicaban a través de nombres propios: David Ricardo, John Maynard Keynes, Milton Friedman. Las teorías parecían importar menos por su aplicación concreta que por la autoridad del apellido que las respaldaba.

Reconocer la aportación de estas personas es justo y necesario. La historia exige selección, y no puede narrarse como un inventario exhaustivo de lo ordinario. Sin embargo, el error aparece cuando tomamos la excepcionalidad histórica como norma para evaluar el talento humano. Cuando medimos toda capacidad humana con una vara diseñada para lo extraordinario acabamos despreciando casi todo lo “ordinario”. Como si el valor de una vida, de un oficio o de una obra dependiera de su capacidad para ser recordada siglos después. Esta idea no solo es empobrecedora y prejuiciosa sino que además es sencillamente falsa.

El pianista de crucero y la excelencia que nadie ve

Un pianista de crucero no es un aficionado simpático que toca de oído mientras los pasajeros beben cócteles. Es un profesional altamente competente: domina su instrumento, se adapta a estilos diversos, mantiene una calidad constante noche tras noche y comprende algo importante de la condición humana: saber acompañar sin reclamar atención.

Ha invertido miles de horas en adquirir una técnica que, precisamente por ser sólida, pasa desapercibida. Su éxito consiste en no interrumpir la conversación, en no forzar la emoción, en sostener una atmósfera. Para quien escucha distraídamente, su música parece fácil; para quien sabe, es el resultado de una disciplina exigente. El pianista de crucero busca la excelencia, pero lo hace de manera silenciosa. No es casual que muchos músicos de primer nivel hayan pasado en sus inicios por hoteles, salas pequeñas o cruceros. Espacios donde la música no busca precisamente deslumbrar. Pianistas de sesión, acompañantes, directores musicales han construido, desde esa discreción, una competencia que luego nutre a la industria cultural en su conjunto.

Hay innumerables tareas humanas que no son sensibles a la memoria histórica, pero sin las cuales la vida cotidiana se derrumbaría con una rapidez alarmante. Primero pensemos en algunas tareas a nivel micro: nadie recuerda al ingeniero que diseñó un sistema que nunca falla, precisamente porque nunca falla. Nadie celebra al programador que dedica semanas a depurar un error que, una vez resuelto, nadie vuelve a percibir. Pensemos en un cirujano frente a un paciente. No hay épica visible en una operación que sale bien: solo silencio, precisión, decisiones tomadas en segundos gracias a una vida entera de preparación. Para el paciente, esa intervención es la diferencia entre vivir o morir. Sin embargo, ese acto de excelencia rara vez trasciende la habitación del hospital.

Pensemos también a nivel macro, y centrémonos por un momento en las infraestructuras que sostienen nuestra vida moderna. Las carreteras por las que circulan los alimentos que encontramos cada mañana en el supermercado; los aeropuertos que permiten que familias separadas por continentes puedan abrazarse de nuevo; las redes eléctricas que hacen posible una cena entre amigos a altas horas de la noche, con luz, calor y normalidad; los sistemas de telecomunicaciones que convierten una llamada lejana en una conversación íntima; la expansión de internet, que ha transformado la forma en que trabajamos, aprendemos y nos organizamos. Ninguna de estas obras nació de una intuición genial aislada, más bien son el resultado de décadas de trabajo competente, coordinado y acumulativo.

A esto hay que añadir que, gracias a esta infraestructura invisible construida a partir de la excelencia constante de miles de personas, hoy muchas de las mentes más brillantes del mundo pueden colaborar entre sí de manera inmediata. Como consecuencia, nuestra idea de cómo se producen los grandes avances de la humanidad está siendo cuestionada. Los nuevos hitos del conocimiento ya no responden al modelo del genio solitario, entendido como aquella persona aislada que producía avances significativos desde su talento excepcional, sino que surgen de redes y formas de cooperación que atraviesan países, instituciones y disciplinas de diversa índole.

Prueba de este cambio es que, en las últimas décadas, muchos premios Nobel han dejado de recaer en una única persona para reconocer trabajos compartidos. Además este cambio de tendencia también se hizo visible durante la pandemia del COVID. El desarrollo de vacunas en un tiempo récord fue el fruto de una colaboración científica global sin precedentes. Laboratorios públicos y privados compartieron datos desde los primeros días del brote; equipos de investigación de distintos países trabajaron de forma simultánea sobre plataformas ya existentes; hospitales de todo el mundo aportaron datos clínicos en tiempo real. Las vacunas fueron posibles gracias a décadas de investigación previa en biología molecular, a infraestructuras consolidadas y a una comunidad internacional de científicos, técnicos y sanitarios que supo cooperar con rigor y rapidez.

Reflexiones finales

Aspirar a ser un pianista de crucero no tiene porqué ser entendido como una renuncia a la excelencia. Significa hacer bien lo que hacemos incluso cuando nadie nos observa. Hemos aprendido a identificar el mérito con lo excepcional, y en ese aprendizaje hemos pasado por alto que el mundo no funciona solamente gracias a acontecimientos extraordinarios, sino también gracias a la repetición fiable de actos silenciosos pero bien ejecutados.

En todas las disciplinas existen profesionales que no inauguran épocas ni alteran el curso de la historia, pero cuya ausencia se notaría de inmediato. Estas personas no destacan por su «genialidad» pero precisamente por eso son indispensables, porque trabajan cada día lejos del reconocimiento, cumpliendo con competencia y responsabilidad, y es en esa constancia silenciosa donde se manifiesta una de las formas más honestas y genuinas de excelencia.