
En los últimos tres años no se habla de otra cosa. En el metro, en los desayunos, en la oficina, siempre hay alguien mencionando a ChatGPT, a Midjourney o a esa nueva aplicación capaz de escribir informes, hacer podcasts o componer canciones en segundos. Desde que apareció ChatGPT en 2022, la inteligencia artificial se ha colado en todas partes: en el trabajo, en la educación, en el arte y hasta en las sobremesas familiares. Se ha convertido en el tema estrella a debatir en las siguientes navidades.
Entre entusiasmo y miedo, se repiten las mismas preguntas: ¿cuándo llegará la llamada inteligencia artificial general? ¿En qué momento llegará la “singularidad tecnológica”, ese punto en que la inteligencia de las máquinas superará definitivamente la nuestra? Algunos lo dicen con admiración, otros con inquietud, pero todos –de una forma u otra– parecen convencidos de que algo trascendental está ocurriendo. Y sin embargo, antes de dejarnos arrastrar por el vértigo de las profecías tecnológicas, convendría mirar con calma qué es exactamente esta inteligencia que tanto nos deslumbra.
¿Cómo “piensan” realmente las máquinas?
El auge actual de la IA se sustenta en los llamados Large Language Models o modelos de lenguaje a gran escala. Estos sistemas analizan cantidades inmensas de información sobre todo lo que hemos escrito durante décadas, y a partir de esos datos aprenden los patrones estadísticos con los que solemos construir nuestras frases. Cuando nos responden lo que hacen es predecir la palabra más probable que seguiría a otra, imitando la coherencia del lenguaje humano. Por ejemplo, si uno escribe “el sol sale por…”, el modelo completará “el este”, no porque sepa qué es el sol, sino porque esa combinación de palabras aparece con mayor frecuencia en los textos que ha revisado. Dicho de otro modo: la IA no sabe nada del mundo; solo conoce la forma en que el mundo ha sido descrito. Su estructura es relacional y probabilística, reproduce lo que ya fue pensado. Su inteligencia es una «inteligencia de la acumulación».
Y, aun así, escuchamos cada vez más voces que la describen como una “nueva forma de vida”. Yuval Noah Harari la ha descrito como una tecnología capaz de transmitir ideas humanas, generarlas e imponerlas, y Ray Kurzweil insiste desde hace años en que la singularidad está cerca. Esta visión, tan difundida como seductora, parte de una fe profunda en el progreso técnico: la idea de que la evolución no se detiene, de que lo artificial inevitablemente acabará reemplazando lo humano.
Sin embargo, esa fe no nace con la inteligencia artificial. Tiene raíces mucho más antiguas. Para entender de dónde viene y por qué seguimos confiando tanto en que las máquinas serán nuestras sucesoras naturales hay que retroceder un par de siglos, hasta la época en que comenzamos a medirlo todo con el ritmo de las fábricas: la Revolución Industrial.
La fábrica del pensamiento moderno
La Revolución Industrial empezó en la segunda mitad del siglo XVIII en Gran Bretaña, cuando la artesanía dio paso a la producción mecanizada y en masa. La introducción de innovaciones como la máquina de vapor, la hiladora mecánica, los telares automáticos y el uso intensivo del carbón permitieron acelerar los procesos productivos y reorganizar el trabajo humano dentro de las fábricas. Al mismo tiempo, el sistema de fábricas trajo consigo la división del trabajo, la estandarización de tareas, los turnos por horarios. El resultado fue extraordinario, se multiplicó la producción de bienes y la estructura social se transformó notablemente. Es en estas fábricas donde el cuerpo humano se empezó a ajustar a la máquina, y la jornada laboral se transformó en una coreografía de repeticiones.
Adicionalmente, esta nueva forma de producción también influyó en la manera en que hablamos y pensamos. El lenguaje se adaptó a las necesidades del trabajo industrial. En los talleres, en las oficinas, en los despachos, se empezó a hablar para coordinar tareas, emitir órdenes, registrar tiempos, controlar procesos. Las palabras se convirtieron en herramientas de gestión. Durante las más de diez horas de trabajo diarias, el ser humano aprendió a expresarse en términos funcionales: planificar, ejecutar, evaluar, optimizar, resolver. El habla se hizo técnica. La fábrica produjo una nueva gramática, una gramática de la eficiencia.
Para acelerar esa maquinaria en movimiento, los procesos se estandarizaron mediante la proliferación de manuales industriales y administrativos, diseñados para que cualquier trabajador pudiera replicar una tarea sin desviarse del método. El lenguaje debía ser claro, inequívoco, replicable: sin ambigüedades ni metáforas. De hecho, este modelo persiste hoy en entornos que podrían considerarse más sofisticados. Pensemos, por ejemplo, en el mundo financiero donde muchos analistas formulan informes que se consideran rigurosos dentro del sector y que con la precisión de un ingeniero, se escribe palabra a palabra en su respectivo marco corporativo: riesgo, exposición, rendimiento, eficiencia, probabilidad de incumplimiento. Se trata de un lenguaje que traduce el mundo en métricas.
Y esa forma de expresarnos, nacida en el trabajo, ha terminado infiltrándose en todos los ámbitos de nuestra vida. A día de hoy medimos todo. Los pasos que damos al correr por la mañana, las horas de sueño, las calorías consumidas, los likes que recibimos en una foto, utilizamos aplicaciones que monitorizan nuestro ritmo cardíaco con la misma lógica con la que, hace dos siglos, se medía la eficiencia de una máquina. Decimos “optimizar mi tiempo”, “gestionar mis emociones”, “evaluar mis resultados”, “cumplir mis objetivos” como si nuestras vidas fueran una extensión de los informes de rendimiento empresariales. Incluso el ocio se ha vuelto cuantificable: vemos series por su posición en un ranking, e incluso puntuamos los restaurantes donde comemos.
El resultado de esta doble transformación, la del trabajo y la del lenguaje, tiene su origen en una forma de pensamiento que Max Horkheimer y Theodor W. Adorno denominaron con el nombre de razón instrumental, una razón centrada en calcular los medios más eficientes para alcanzar un fin, sin detenerse a reflexionar sobre el valor de esos fines. En Dialéctica de la Ilustración (1944), ambos filósofos sostuvieron que la razón moderna, en su intento por dominar la naturaleza, había terminado dominando también al propio ser humano. El constante perfeccionamiento del aparato instrumental intensificó el control sobre el mundo natural, y terminó por extenderse al ámbito humano, reduciendo lo social a parámetros cuantificables.
A través de la industrialización se desarrolló un sistema de producción que transformó las relaciones humanas en engranajes de una maquinaria orientada al dominio, donde lo “racional” se definió por aquello que contribuyese a servir a un propósito productivo. Mientras que actividades como vivir por placer, tomarse un café con los amigos, jugar con tus hijos, hacer el amor o simplemente existir para uno mismo, han llegado a considerarse absurdas dentro de un mundo gobernado por la utilidad económica y la autorreproducción del sistema productivo.
Podemos decir, por tanto, que la inteligencia artificial no es una creación radical sino la consecuencia natural de la “industrialización del pensamiento”. Es el resultado de dos siglos de lenguaje mecanizado, de una razón que aprendió a reducir el mundo a procedimientos y fórmulas. Lo que hoy llamamos inteligencia artificial no es más que el espejo donde se refleja el lenguaje utilitario que hemos construido durante doscientos años. En resumen, hemos permitido que el pensamiento racional lidere el mundo y, al convertirlo en algoritmo, creemos haber creado inteligencia. Pero lo que realmente hemos hecho es automatizar nuestras propias limitaciones.
Las limitaciones y paradojas de la IA
Llegados a este punto, conviene preguntarse: ¿será capaz la IA de captar todas las dimensiones del pensamiento humano? Los defensores de la IA suelen responder que sí: los humanos también pensamos combinando ideas preexistentes, y por tanto, si una máquina puede hacerlo, también puede crear. Pero esta analogía es falsa. El ser humano no solo relaciona ideas: las pone en crisis. Puede imaginar lo que aún no existe, puede contradecir el marco de lo sabido y cuestionar la autoridad del conocimiento previo. Una IA, en cambio, está condenada a operar dentro de los límites de su base de datos. No puede cuestionarse lo que sabe, y lo que es peor aún, si todo el contenido escrito de una época defendiera una idea falsa, la IA la perpetuaría. Galileo habría sido refutado por una IA, y la teoría de la relatividad general de Einstein habría sido descartada. La IA no sabría reconocer una anomalía, porque su estructura no permite el salto que Thomas Kuhn (1962) llamó cambio de paradigma: ese momento en que una idea rompe el molde de su tiempo y transforma la manera en que comprendemos el mundo.
Los grandes momentos del pensamiento humano, tal y como algunos nos han hecho creer, no nacen solamente de la razón y la lógica. Nacen también de la imaginación, de la intuición, del salto hacia lo desconocido. Y eso es precisamente lo que la IA no puede hacer. Su lógica interna –por muy sofisticada que parezca– no permite la disrupción creativa, la metáfora imprevista, la irrupción de lo no programado. Por eso podemos afirmar sin ambigüedad que la IA jamás desarrollará un pensamiento propio, nunca veremos un Spinoza IA, ni un Bach IA. Puede industrializar el razonamiento consecutivo que el poeta inglés John Keats menciona en una carta de 1817, pero otras facultades de la inteligencia como la imaginación poseen una fuerza creativa que trasciende cualquier proceso mecánico. De hecho, resulta irónico que quienes más promueven la idea de una “superinteligencia” lo hagan con un discurso lleno de imaginación y de especulación. Es decir, utilizando justo lo que la IA no posee.
Y, sin embargo, la IA seguirá extendiéndose en nuestras vidas. A medida que los sistemas automáticos ocupen más espacios laborales, tendremos la impresión de que la IA es nuestro sustituto natural. Esa sensación crecerá a medida que la máquina asuma los trabajos que hoy desempeñamos: tareas rutinarias y mecánicas. En casi todos los sectores, desde la oficina hasta la fábrica, realizamos actividades que consisten en ejecutar procesos predefinidos. Cuando veamos que la IA ejecuta esas mismas tareas de forma más rápida y precisa, creeremos que ha alcanzado un nivel de inteligencia semejante al nuestro. Pero lo que en realidad ocurrirá es que habrá perfeccionado nuestra parte más mecanizable, esa franja del alma donde la lógica reemplazó al asombro. Y será entonces cuando lo comprendamos: no habrá un tiempo en que las máquinas piensen como nosotros o nos superen, porque hace ya mucho tiempo que nosotros aprendimos a pensar como ellas.
Reflexiones finales
La IA no representa el futuro de la inteligencia, sino el resultado de su empobrecimiento. Representa el desenlace de un largo proceso en el que la inteligencia humana fue moldeada por la lógica del rendimiento económico. Durante siglos fuimos educando a la mente en la obediencia del método racional, y al hacerlo, la inteligencia perdió su pulso imaginativo y su capacidad de intuir nuevos caminos. Lo que llamamos inteligencia artificial no es, por tanto, un salto evolutivo, sino la forma definitiva de nuestra racionalidad domesticada: la mecanización del lenguaje, la automatización del pensamiento, y la clausura del espíritu crítico bajo la apariencia del cálculo. La inteligencia artificial es el reflejo de una humanidad que aprendió a pensar como máquina y terminó por fabricar su propio retrato.
Referencias
Horkheimer, M., & Adorno, T. W. (1998). Dialéctica de la Ilustración (Trad. J.J. Sánchez). Trotta. (Trabajo original publicado en 1944).
Keats, J. (1817, 22 de noviembre). Carta a Benjamin Bailey [Carta manuscrita]. Keats Letters Project. https://keatslettersproject.com/letters/letter-35-to-benjamin-bailey-22-november-1817/
Kuhn, T. (2019). La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de Cultura Económica. (Trabajo original publicado en 1962).
Otros:
Filo-Café: Humanos y Maquinas. El futuro del Arte y la Educación ante la emergencia de la IA con el Instituto Peruano de Inteligencia Artificial y Ciudadanía Digital
Filo-café: Inteligencia artificial. Pensar el presente

Una respuesta a “La inteligencia artificial somos nosotros”