Las ciudades del mundo

Desde que tengo memoria, mi vida ha sido un constante deambular entre ciudades de distintos tamaños, formas y velocidades. Esta peregrinación accidental ha sido una excusa para reflexionar sobre la versión moderna de ese anhelo que, me atrevo a decir, fue el sueño de los antiguos filósofos griegos: la búsqueda de la ciudad ideal.

Soy consciente de que estos filósofos no se imaginaban el sonido de los semáforos ni la sombra imponente de los rascacielos cuando tenían en mente “la ciudad ideal”. Sin embargo, su esencia persiste: la aspiración de hallar el lienzo perfecto para el alma humana. Porque en el corazón de cada ciudad, bajo cada pedazo de hormigón, late una dinámica social secreta, una personalidad que las define y las hace únicas. La ciudad se convierte así en un espejo del alma colectiva, y entre el concreto y la carne humana se va tejiendo una relación que narra una historia muy específica pero a la vez muy nuestra.

Lo que aquí comparto es un ejercicio empírico de mi propia existencia. Un paseo breve por las luces y sombras de algunas de las ciudades más importantes de mi vida. No pretendo que esto sea un resumen estereotipado, sino más bien una confesión particular con pinceladas filosóficas. Es mi manera de ser, un observador que se pierde en el pulso de las ciudades para encontrarse a sí mismo.

Guayaquil

“Tú eres perla que surgiste del más grande ignoto mar” así cantaba el legendario cantante guayaquileño Julio Jaramillo. Guayaquil, la perla del Pacífico y mi primer hogar, se despliega en la región costera de Ecuador justo a orillas del río Guayas. Su arquitectura de cemento revela la influencia americana en sus calles divididas en cuadras y numeradas con una eficiencia importada. Mientras sus arterias más antiguas fueron bautizadas con nombres de próceres, lo que recuerda también su influencia española. 

Si uno mide cualitativamente su superficie y se imagina recorriéndola vacía durante la pandemia, podrá notar que es una ciudad de tamaño medio. Sin embargo, en tiempos normales el tráfico hace que su apariencia se dilate en el espacio y en el tiempo y se convierta en un organismo caótico donde las normas de tránsito son más una sugerencia que una ley. Los semáforos, con la caída del sol, se convierten en una mera decoración; la intuición y la precaución dictan la ley en un ballet de coches con ventanas tímidamente oscurecidas y motos intrépidas que serpentean entre ellos, a la espera o no de que suceda una tragedia. En este juego, la confianza es un lujo que pocos se pueden permitir. La gente es amable, sí, pero siempre con una barrera de desconfianza ante el desconocido al otro lado del cristal.

Esa desconfianza es la esencia del guayaquileño, un “avispado” que ha aprendido a leer la ciudad. Se le conoce por su capacidad de “prometer el oro y el moro”, de encontrar siempre el agujero legal, el atajo que le da un poco de ventaja. Esa misma audacia que lo lleva por las noches a cruzar un semáforo en rojo por seguridad es la que usa de día para sobrevivir al límite de las normas. El guayaquileño se convierte en el reflejo de una ciudad que te obliga a estar alerta, y que entre números y nombres te enseña por dónde puedes y por dónde no debes dirigirte.

Al final del año, toda esa tensión se consume en una hoguera colectiva. Los miedos y las inseguridades arden en montones de monigotes construidos con papel, madera, clavos y cubiertos de petardos. La tradición alivia las tensiones, pero las cenizas y los clavos quedan al filo de las calles, tanto así que nadie se atreve a salir en coche tras la Quema del Año Viejo. El peligro para los vehículos ya no proviene de la delincuencia, sino de los restos afilados de una catarsis popular. Al cabo de unas horas, la ciudad amanece oliendo a pólvora, con una resaca colectiva que enturbia el primer café del nuevo calendario, y uno entiende que Guayaquil no quema solo un año, sino también la certeza de que, aquí, sobrevivir siempre será un acto de ingenio.

Madrid

Al llegar a Madrid, justo antes de cumplir la mayoría de edad, la primera impresión que tuve fue la de una ciudad con una densidad de bares y bancos por esquina que me pareció asombrosa. Por un momento, llegué a pensar que los españoles, después de haber administrado con astucia su herencia imperial, se dedicaban a un ritual cotidiano: sacar dinero del banco para gastarlo inmediatamente en la barra de bar más cercana.

Con el tiempo, los bancos desaparecieron y solo quedaron los bares, y con ellos, su gente. El madrileño es una persona muy agradable, además de ser el mejor guía de su ciudad. Sus indicaciones, lejos de ser mecánicas, son auténticas odiseas verbales, más divagantes que cualquier pasaje del Quijote de Cervantes. Son poetas de la dirección, describiendo calles no por su nombre, sino por el recuerdo de sus bares, sus rincones, sus historias personales. Es como si en sus cabezas existiera una conexión muy peculiar que fusiona la memoria literaria con geolocalización afectiva, un rasgo que los hace únicos.

Sin embargo, Madrid también me enseñó que la belleza de su Gran Vía esconde la intensidad de una jornada laboral que devora los días de la semana. Un ambiente de país de primer mundo pero que a menudo exige más de doce horas al día, muchas de ellas improductivas. Aunque la verdadera productividad de Madrid no radica en su capital monetario, todos sabemos que comprar un piso aquí es casi una quimera, sino más bien en su capital humano. Un capital que se nutre de pausas de casi dos horas para comer, donde las risas compensan las interminables horas frente a los ordenadores. En esas comidas conocí a mis mejores amigos, desde donde me animan y me esperan a que vuelva. El ritual de Nochevieja es comer doce uvas de forma apresurada, pero con la esperanza de que, en un futuro, esas uvas se reduzcan a siete u ocho, una por cada hora de trabajo, para así reconciliar la vida con el tiempo de calidad.

Nueva York

Recientemente el destino me ha traído a la ciudad con la que muchos soñamos. No es tanto el tiempo que he pasado aquí, pero su energía es tan intensa que te posee y sinceramente creo que no soy yo el que la valora, sino que quizás sea ella misma autodescribiéndose en las siguientes líneas a través de mis manos.

“La ciudad” está llena de rascacielos inmensos, impresionantes muros de concreto que uno puede ver tanto al despegar como al aterrizar, las vistas incluso mejoran cuando uno se sienta desde el otro lado del Hudson. La vista humana se queda anonadada ante tanta maravilla de la modernidad, donde el hombre se ve a sí mismo y observa de lo que es capaz con mucho esfuerzo. Las luces están bien señalizadas, no hay apenas fallos de transporte, todo está hecho para ser eficiente, incluso sus ciudadanos de manera eficiente se saltan las señales de tráfico para poder marcar su jornada laboral e irse cuanto antes.

Nueva York, la ciudad que nunca duerme, simplemente delira en un movimiento perpetuo. ¿Y por qué habría de descansar? Este macro cuerpo ignora la fatiga humana, o más bien, la transforma en un motor implacable. Tan implacable que ver a un loco vociferando en la calle no es la excepción, sino una muestra más del espíritu de esta jungla de concreto donde los sueños se hacen realidad. ¿Son acaso los locos los que mejor reflejan la esencia de la ciudad? Ellos, quienes han perdido el sentido y ahora caminan sin rumbo, actuando en perfecta sincronía con esta ciudad que nos invita a perder la cabeza en la búsqueda de nuestros sueños y ambiciones.

El neoyorquino es un ciudadano del mundo, o mejor dicho, Nueva York es la tierra de todos los ciudadanos del mundo. El sueño es tan real que en menos de treinta minutos te plantas en ambientes culturales tan distintos: barrios coreanos, italianos, chinos… no hay lugar para la homogeneidad. “La variedad es la sal de la vida” es un principio que define a esta ciudad. En Nueva York siempre te llevas un aprendizaje, una sorpresa. Un aprendizaje que en fin de año se transforma. La ciudad que nunca descansa tiene sus momentos de quietud. Cuando el reloj marca la medianoche en Nochevieja, Times Square se detiene por un instante. Miles de personas de todo el mundo, unidas en un solo momento, observan aquella bola descender. Es un ritual de fe en el futuro, pero también un recordatorio de que, en esta ciudad, incluso la quietud es una forma de caos. La esperanza se enciende y la ciudad entera, en un fugaz respiro, parece decir: aquí, en medio de la locura y la diversidad, siempre hay espacio para un nuevo comienzo.

Reflexiones finales

Cada ciudad, con sus ritmos y contradicciones, es un espejo distinto del alma humana. Platón y Aristóteles imaginaron la ciudad ideal como un espacio donde la virtud pudiera florecer; yo, en cambio, la descubro en fragmentos dispersos: en un cruce caótico de Guayaquil donde el instinto dicta las reglas, en una sobremesa interminable de Madrid donde el tiempo se detiene para que las voces se encuentren, en un instante suspendido de Nueva York donde miles de desconocidos comparten la misma cuenta atrás.

Es posible que la ciudad ideal no exista más allá de nuestros pensamientos, y se manifieste más bien como una suma de momentos que recogemos en nuestro caminar: una esquina iluminada donde sentimos tensión, una voz que nos guía en un sitio desconocido, un silencio en medio del ruido. Y es en esa colección muy personal de recuerdos donde cada uno edifica su propia polis. Porque, al final, la “ciudad ideal” es el relato que construimos con las calles que hemos amado, las que hemos temido y las que aún nos esperan.

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